Cada domingo vengo a misa. No recuerdo bien desde qué época empecé a venir solo, sin la compañía de mis padres. El domingo familiar empezaba siempre con la misa muy temprano por la mañana. Y luego un buen desayuno, con todos reunidos alrededor de la mesa, hablando y riendo, mientras que yo trataba de despertarme con el café, después de haberme pasado la misa entera medio dormido sin comprender de qué trataba la homilía. Hoy todo es distinto. Prefiero venir por la noche. Hay más jóvenes en la iglesia. No muchos, a decir verdad. Pero están allí, algunos vienen en grupo, otros cantan en el coro, muy pocos vienen solos como yo.

A veces me pregunto ¿por qué están ellos aquí y por qué vengo yo? ¿Acaso no tenemos otra cosa más interesante que hacer un domingo por la noche? ¿Ver tele, navegar por Internet, ir al cine, salir con amigos? ¿Por qué estoy aquí sentado en esta iglesia, rodeado de gente mayor que ni siquiera conozco y que no me atrevo a mirar ni a saludar, salvo en el momento de la paz. ¿Qué hago aquí tarareando estas canciones que aprendí siendo niño? ¿Por qué sigo escuchando sin escuchar las palabras del cura? ¿Por qué si me hago tantas preguntas sobre Dios y tengo tantas dudas y tantas críticas a la religión, sigo aquí, viniendo una y otra vez? ¿Qué busco? La verdad no lo tengo claro. Solo siento que es algo que me supera a mí mismo. ¿Será que tengo fe?

Cuando era niño iba a una iglesia en la que al fondo del altar había una inmensa pintura de Jesús en un traje púrpura, con los pies apoyados sobre la tierra, rodeado de ángeles que llevaban consigo unas balanzas que contenían seres humanos, algunos felices y otros tristes. Esa pintura capturaba siempre mi atención. Todo ello me hacía pensar en el fin del mundo y en el juicio final. Una mezcla de sentimientos me habitaba. Por un lado sentía que Dios tenía un rostro, un poco severo la verdad, pero un rostro al fin y al cabo. Pero por otro lado la idea de esas personas que estaban a punto de ser sometidas al juicio eternal me producía un profundo temor.

Ahora que pienso en las imágenes religiosas que llamaban mi atención cuando era pequeño siento que muchas de las cosas que me enseñaron cuando niño, ya sea en casa o en la catequesis, yo las aceptaba sin ponerlas en duda. Mi fe era entonces a prueba de balas. Dios era tal como me decían que El era. No había más vuelta que darle. Los mayores sabían mejor que yo cuál era la verdad y qué era lo mejor para mí. Pero esta actitud no duraría mucho tiempo.

Con los años empecé a cuestionar, a dudar, a criticar. El ingreso a la universidad marca toda una nueva etapa en mi vida. Con 16 años tuve mi primera “crisis existencial”, mis primeros momentos de duda. Conocí gente mayor que me decía: “¿has leído el Zarathustra de Nietzsche?, ¿no ves que todo lo que enseña la Iglesia es irracional?, ya deja todo eso”. Las preguntas empezaron a aumentar y la fe, que no atinaba a encontrar respuestas convincentes, parecía resquebrajarse. En momentos como ese uno puede sentir la tentación de abandonar las preguntas y refugiarse en la negación radical. No ha sido mi caso porque descubrí que mi fe se confronta a distintas preguntas y puede tratar de dar cuenta de ella de manera inteligente y racional. Es la constante búsqueda de la verdad.

¿Acaso creer en Dios es la idea más descabellada del mundo? Muchos de mis amigos se denominan “agnósticos” o “ateos”. No puedo negar que a veces me sacan un poco de quicio con sus críticas constantes a la religión y su negación de Dios. Sin embargo sus posturas me cuestionan, me interpelan. Todo ello me ha llevado a buscar por mi propia cuenta mis respuestas leyendo un poco, asistiendo a algunos cursos. He descubierto que ya Platón y Aristóteles hablaban del Bien Supremo, fundamento del universo. Incluso los filósofos modernos tienen a Dios como fundamento de sus planteamientos racionales. Descartes, Kant, Hegel, hombres racionales por excelencia, creen en la existencia de Dios. Creer en Dios, parece ser, según la misma historia del pensamiento, una idea que no está peleada con la razón.

Pero creer en Dios no es solo una idea que tiene que ver con la razón, sino se trata de algo vinculado con la fe. ¿Pero qué es la fe? Yo fui bautizado de pequeño sin saber diferenciar bien entre una religión u otra, entre fe y razón. Me rociaron de agua en una Iglesia llena de gente que apenas conocía y desde entonces pasé a formar parte de la Iglesia católica. La fe es un don, me ha sido dada. Pero también me ha sido transmitida. Al interior de esta Iglesia he ido aprendiendo a conocer a Dios, le he dejado entrar en mi vida. Hay algo en la fe que escapa a mí. Hay algo que pasa en mi interior, entre Dios y yo, o entre yo y Dios, que me lleva a creer en El, aunque no tenga en claro muchas de las cosas que en la Iglesia dicen y hacen. Hay una especie de confianza que me habita, que me empuja, que me anima.

¿Y dónde está Dios? Cuando era niño podía responder que en el cielo. Hoy esa respuesta no satisface a nadie. Mis amigos me preguntan: ¿Dónde está tu Dios cuando hay tanta gente que muere en el mundo por la violencia, por la pobreza, por los desastres naturales? Dónde está mi Dios, me pregunto yo también. Con el tiempo he ido aprendiendo que la fe en Dios pasa también por la fe depositada en el hombre, en la humanidad. ¿Por qué Dios no actúa en tal situación o en tal otra? Yo no puedo cerrar los ojos al mal que hay en el mundo. Y eso pone en cuestión el tema de Dios. Hay algunos filósofos que incluso cuestionan la omnipotencia de Dios frente al mal. Y algunos teólogos señalan que es en la fragilidad humana que Dios se manifiesta. Lo que me parece claro es que Dios, en quien creo, está ligado profundamente a la humanidad y espera que ella actúe aquí y ahora.

Para muchos de mis amigos la figura de Jesús les parece interesante, atractiva, incluso inspiradora. “Qué fue un gran hombre, nadie lo duda”, me dicen. “Qué hizo mucho bien, claro que sí”, añaden. “Pero de allí a creer que es Dios, pues ya la cosa cambia”, insisten. Y las preguntas vuelven a surgir. Sin embargo para mí hay algo de una gran profundidad en este misterio de la encarnación. Dios hecho hombre. Dios convertido en un niño pequeño, frágil y vulnerable, necesitado de otros para poder sobrevivir. Dios puesto en cruz, humillado y crucificado. De hecho que es irracional, ilógico, contradictorio. Sin embargo la originalidad del cristianismo hace de Dios un Dios cercano al hombre, identificado con él, un Dios que considera al hombre su socio en la construcción de un mundo mejor. Y eso significa mucho para mí.

De hecho que no es fácil dar cuenta de manera inteligente y de manera racional de la fe. Hay algo en la fe que es difícil de comprender desde fuera de la misma fe. Hace poco un amigo me preguntó cuál era el fundamento de la fe cristiana. Y yo pensé de inmediato en lo que dice Pablo: “Vana es nuestra fe si Jesucristo no resucitó”. Cómo creer en una resurrección de la que además no hay ningún testigo presencial. Hay algo allí del misterio de Dios que se manifiesta. Hay algo allí de la esperanza del hombre que se pone en juego. Hay algo allí de sentirse parte de una historia, herederos de una tradición. Pero no solo se trata de creer en algo que le pasó a otros hace unos miles de años, sino cómo creer en algo que habiendo sucedido en un tiempo determinado, tiene una acción concreta hoy en mi vida. La resurrección de Jesús puede ser el lugar de encuentro de las búsquedas, preguntas y experiencias del hombre de hoy. Yo lo vivo así y creo que otros pueden vivirlo así también.

Pero bueno, todo esto yo podría vivirlo tranquilamente solo, en mi vida personal, sin tener que relacionarme con otros. ¿Por qué vengo entonces a la Iglesia? ¿Qué busco? ¿Qué puedo esperar? Creo que el horizonte está abierto. Y en medio de las dificultades y de un mundo que parece que se destruye a sí mismo, hay algo por esperar. La resurrección de Jesús es justamente una puerta abierta a la esperanza en aquello de lo que hablaba Jesús, en el Reino. Pero no se trata de escapar del presente. Este reino se construye desde hoy, y se construye junto a otros. No voy solo por el mundo. Formo parte de un grupo de gente. Soy parte de una comunidad. Un teólogo llamado Bonhoeffer situaba la Iglesia como el lugar de la revelación de Dios. Dios se revela, se manifiesta, se da a conocer en medio de la Iglesia. Esta Iglesia en la que me ha sido transmitida la fe.

Sin embargo hoy en día yo no podría decir que la Iglesia es el único lugar en el que se revela Dios. Mis amigos provenientes de otras culturas y de otras religiones me han hecho ver las cosas de otra manera. Pero yo me siento invitado a vivir mi fe en comunidad, rodeado de otros, compartiendo con aquellos que viven la misma experiencia que yo, no para encerrarme en un mundo pequeño, apartado y aparentemente perfecto. Es eso lo que se critica de la Iglesia. Pero yo creo que es posible ser parte de la Iglesia estando dispuesto a vivir en diálogo con el mundo que nos rodea, del que formamos parte, un mundo bueno porque Dios lo creó y “ vio que era bueno”. Supongo que por ello estoy sentado aquí en esta banca de la Iglesia, porque creo que en otros lugares debe haber gente como yo, que se plantea las mismas preguntas, que tiene las mismas dudas, [ o que sin preguntárselo ] y que tiene la misma confianza en Dios, en el hombre, en la Iglesia, en el mundo de hoy.

Es el momento de la bendición final. Me pongo de pie, como todos los demás, y una sonrisa se dibuja en mi rostro. Llevo casi una hora aquí y ahora me siento muy unido a todos los que me rodean, a todos los que están aquí, probablemente cada uno haciéndose sus propias preguntas. No sé si es la música o el gesto cálido del sacerdote, pero hay todo un conjunto de elementos que me hacen sentir cómodo, como en casa. Me siento además acompañado en mi búsqueda de Dios. En la misa hay tantos pequeños detalles que se repiten y que sin darme cuenta me van diciendo cosas de mí, de Dios, de los demás. Será que tengo fe, pues. Y que Dios, allá donde está, se manifiesta. Un amigo cura me dijo una vez: “Dios siempre habla, lo que hay que hacer es afinar el oído para poder escucharlo”. Quizás se trata de eso, de “afinar” el oído.

Víctor-Hugo Miranda, S.J. (Lima). Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Estudia teología en el Centro Sèvres de Paris.

*Nota del redactor: Esta es una historia inspirada en elementos de mi propia vida de fe y en la de otras personas con las que me he cruzado en la vida, pero es fundamentalmente una historia de ficción, que busca recrear una situación común a mucha gente. Está escrito en primera persona porque es el joven protagonista de la historia quien tiene la palabra y es él quien conduce la historia por los caminos de su pensamiento, de su reflexión.

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