En 1990 yo tenía solo quince años y me encontraba en quinto año de secundaria cuando Alberto Fujimori fue elegido presidente. El “tsunami” le llamaron porque surgió de la nada y superó al gran favorito y prestigioso Mario Vargas Llosa. De antiguo rector de la Agraria con un programa de televisión en el canal del Estado pasó a convertirse en el hombre más importante del país. “Honradez, Tecnología y Trabajo” fue su lema y montado en un tractor llamó la atención de todos los peruanos durante la campaña presidencial, en la que criticó las posturas neoliberales de Vargas Llosa, lo que no le impidió poco tiempo después y con la banda presidencial en el pecho, aplicar las mismas medidas que tanto había criticado. Es quizá en ese momento en el que debimos habernos dado cuenta que “el chino” no era tan honesto como parecía. Como se dice popularmente nos “metió la yuca”. Y eso que apenas empezaba su gobierno.


En 1980 yo tenía apenas cinco años y cursaba el primer grado de primaria cuando Fernando Belaunde Terry fue elegido presidente. Era el retorno de la democracia al Perú. Ese mismo año Sendero Luminoso se estrenaba como grupo terrorista y Edith Lagos, una de sus líderes, moría en Chuschi, en aquella primera incursión que fue considerada por las autoridades del momento como “sin importancia”. El terror senderista daba sus primeros pasos y el gobierno no levantaba ni las cejas. Nos tocaría pagarlo muy caro. La década del 80 estaría marcada por sucesos como los de Uchuraccay, donde un grupo de periodistas fue asesinado brutalmente. La violencia se desataba en el Perú y nadie sabía cómo detenerla. Y con esos ecos fuimos creciendo, yo y los de mi generación, acostumbrados a estudiar a la luz de las velas por los constantes apagones que oscurecían aún más las noches limeñas.

A mí no me tocó vivir la violencia terrorista en carne propia. Pero soy de la generación de aquellos que crecimos en plena situación de violencia. Cuando ingresé a la universidad en 1991 lo primero que me dijeron en casa fue “no te vayas a meter en política, ahora es muy peligroso”. Los apagones, los coches bombas, los atentados, eran el pan nuestro de cada día. Estudiar periodismo en los 90 me obligaba a estar al día del acontecer nacional. Fue así como me enteré de lo que ocurrió en Barrios Altos (noviembre de 1991) y en la Cantuta (julio de 1992). Dos hechos que fueron sacados a la luz por periodistas responsables y arriesgados. Dos hechos que seguí de cerca mientras estudiaba. Dos hechos que me causaron miedo e indignación. Yo sentía que yo podía haber sido alguno de esos estudiantes desaparecidos. Y ya entonces habían voces que se alzaban para exigir explicaciones, que pedían justicia, que responsabilizaban a Fujimori. Pero nadie parecía escuchar. “Es el precio de la guerra interna si algunos inocentes mueren”, decían algunos. Algo muy parecido dijo el gran sacerdote Caifás para justificar la muerte de Jesús: “Es mejor que un solo hombre muera en lugar de todo el pueblo”.


Hoy han pasado ya muchos años desde que aquellos hechos ocurrieron. Mucha agua ha corrido bajo el puente. Abimael Guzmán fue capturado, Sendero Luminoso fue reducido casi hasta su extinción (cosa no del todo cierta como lo prueban algunos de sus movimientos en la zona del VRAE), Fujimori huyó del país para renunciar a la presidencia a través de un fax y Valentín Paniagua formó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, cuyo Informe da cuenta de lo acontecido en el período 80-2000, veinte años de violencia, que le costaron al Perú la cantidad de 70 mil personas, muertas o desaparecidas a manos de las organizaciones subversivas o por obra de agentes del Estado. ¿Qué es lo que nos toca hacer? Dar vuelta la página como si nada hubiese ocurrido? ¿Olvidar a las víctimas, sean éstas de un lado o del otro?

Fujimori acaba de ser condenado a 25 años de prisión. Quizá debí empezar escribiendo el texto con esta frase. Pero sin darme cuenta hice un viaje personal hacia el pasado. Porque creo que hay que volver al pasado para poder comprender mejor el presente. Y la pena impuesta a Fujimori solo se puede entender a la luz de los hechos ocurridos en el tiempo de su gobierno. No puedo negar que me alegro que se haya hecho justicia. Fujimori ha sido condenado por crímenes contra lesa humanidad y secuestro, “como autor mediato de la comisión de los delitos de homicidio calificado, asesinato bajo la circunstancia agravante de alevosía en agravio de los estudiantes de La Cantuta y el caso Barrios Altos” (ver infografía).

Y si me alegro no es por un afán revanchista. No me alegro de la desgracia ajena. Porque es cierto que a sus 70 años, Fujimori la va a pasar muy mal en la cárcel. Pero vivimos en un estado de derecho, en el que cada ciudadano tiene derechos, pero también deberes. Y cuando éstos se infringen, se deben asumir las responsabilidades. Fujimori sabía lo que ocurría con el Grupo Colina, grupo que contaba con su apoyo y con sus felicitaciones, cuyos miembros fueron incluso indultados después de haber sido condenados. No solo sabía lo que pasaba, sino que estaba de acuerdo. Acaso era el precio que había que pagar por estar en guerra? Es acaso esta respuesta la que le podemos dar a la familia de estas personas, a las madres y hermanas, que cual Suplicantes de Eurípides, lloran por justicia, para poder enterrar los restos de sus seres queridos. Ni siquiera ese derecho se les permitió.


Fujimori debe ir a la cárcel, como todos los que participaron en todas estas matanzas, porque no se pueden esconder tras la excusa de la guerra interna para justificar las atrocidades que cometieron. Porque aquellas personas que fueron secuestradas, asesinadas, acribilladas, enterradas e incineradas, eran tan peruanos como quien lee este texto, como yo que lo escribo. La época de la violencia solo originó más violencia, que nos matáramos entre hermanos, unos cegados por la ideología marxista-leninista-maoísta, los otros por la sospecha y un soterrado racismo. Lo vivido durante todos esos años debe enseñarnos a no repetir lo vivido, a reconocer cuáles son nuestros temores y nuestros fantasmas entre peruanos. Quizá debamos comenzar por hacernos conscientes de lo diferentes que somos y de lo difícil que puede ser vivir juntos, pero que estamos invitados a hacerlo, que formamos parte de un cuerpo más grande, en cuya diversidad está su riqueza.

No podemos negar que Fujimori tuvo varios aciertos durante su gobierno. El empezó a sacarnos del agujero negro económico en el que nos dejó el primer gobierno de Alan García. Y fue finalmente Fujimori quien erradicó la violencia terrorista de nuestro país. Dos logros que no podemos negárselos. Pero también hizo mucho daño. Destruyó la poca institucionalidad que había en el Estado. Permitió además que la corrupción creciera como un monstruo de mil brazos, como lo mostrarían los “vladivideos”. Pero fundamentalmente porque dejó que se cometieran abusos de poder que produjeron la muerte de miles de personas, porque en su calidad de presidente debió garantizar a sus ciudadanos un mínimo de seguridad. El renunció a ello, dejando en las manos de otros la responsabilidad de decidir sobre las vidas de campesinos o universitarios, hombres o mujeres, ancianos o niños. Pienso en el pequeño Javier Ríos que apenas tenía ocho años cuando fue acribillado en Barrios Altos y no puedo evitar indignarme. Y llego entonces a la misma conclusión: Fujimori merece estar tras las rejas. Que nuestros gobernantes aprendan pues la lección. No son todopoderosos, no pueden decidir sobre las vidas de otros. Y sí, me alegro de pensar que en el Perú de hoy es posible creer en la justicia.

Víctor-Hugo Miranda, S.J. (Lima). Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Estudia teología en el Centro Sèvres de Paris.

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