Por Helmut Cuba, SJ
carceles-678x330

Al mencionar la palabra cárcel, a muchos les viene a la memoria una serie de recuerdos no muy agradables: hechos sangrientos, o imágenes llenas de violencia, tal vez. A mí me vienen a la memoria: dolor, sufrimiento y desamparo; me viene al recuerdo de una expresión de Nelson Mandela, que dice: “por nuestras cárceles, tan solo los multiplicamos y los empeoramos […], propagamos en la sociedad una corriente tan terrible de las pasiones y odios más bajos, que el que se diera cuenta de los efectos de estas instituciones en toda su extensión, tendría miedo de lo que la sociedad está haciendo bajo el pretexto de mantener la moralidad. Es preciso que busquemos otros remedios”. Siento que, en estas letras, hay palabras que resuenan en el interior de nuestras cárceles.
Recorriendo por detrás los muros de una cárcel, nos damos cuenta de que la verdad, a veces queda encerrada, y que nosotros solo nos contentamos con desear no estar de ese lado del muro. Este frío tabique de concreto, solo nos oculta rostros, rostros de la sociedad, de familias destrozadas, de personas olvidadas, de vidas truncadas. Son rostros con dolor, son rostros que muestran a caminantes al Gólgota y en muchos casos a la crucifixión. Sí, no lo podemos negar, esos rostros son los que Jesús encarna en cada momento, en cada espina de su corona, en cada clavo que se incrusta en su carne y lo fija a esa cruz, que es la de la indiferencia. Son rostros que nos piden un poco de atención, tal vez un poco de comprensión. Estando, el Señor con ellos también él está encarcelado por nuestros egoísmos, por nuestro sistema moralista, por nuestras injusticias que son fáciles de atribuir a los otros.
Un día martes, cuando ingresaba a una cárcel, apenas ingresé, me encontré cara a cara con el amor de Dios, encarnado en los rostros de los “compañeros” presos, ese amor que atraviesa muros, incluso esos de la indiferencia, esos del “culpable” con dedo acusador, como si nosotros estuviésemos libres de culpa. Aún más, me doy cuenta de lo que en realidad significa esa frase del Papa Francisco “ninguna celda está tan aislada como para excluir al Señor, su amor paterno y materno llega a todos los lados”, sobre todo tratándose de los que más lo necesitan, de aquellos que se fueron volviendo invisibles, que para la sociedad “moralista” dejaron de existir.
En cada momento en que me acerco a conversar con ellos, me doy cuenta, de lo cerca que está el Señor, y de que en su corazón hay lugar para todos, no excluye a nadie; que nosotros somos los que nos alejamos y nos excluimos. Entre sus conversaciones encuentro carencias, que están en nuestras manos suplirlas. Sí, son carencias de afecto, de solidaridad ante el hermano caído, de gestos, como el de hacerles recordar que no nos hemos olvidado de ellos y que ese rezo del Padre Nuestro va en serio, porque nos sentimos hermanos, que no es una mera repetición que la aprendimos en una catequesis, y que podemos darles la mano, para poder continuar el camino en compañía.
Pareciera que la figura de la infinidad de personajes que Jesús va encontrando en su caminar, por este mundo, se encarnara en cada uno de nuestros hermanos encarcelados y no son solo meros ejemplos ilustrativos de los evangelios y que se quedan allí, estampados en hojas de papel. Creo que está en nuestras manos dar vida a cada uno de ellos, y encarnar a Jesús, que nos llama a que seamos partícipes del Evangelio, y a que compartamos ese amor gratuito del Padre, con nuestros hermanos, que en muchos casos solo necesitan, que oremos por ellos y que no seamos indiferentes a su dolor.

Helmut Cuba Tapia, SJ
Estudia Filosofía en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
Integra el equipo de Pastoral Penitenciaria del penal Castro Castro.