Por: Frank Gutierrez Blas, SJ
Los jesuitas estamos en un momento expectante de nuestra historia. Desde el pasado 2 de octubre, 260 delegados de diferentes provincias de la Compañía de Jesús a nivel mundial se encuentran reunidos en Roma en la Congregación General 36 (http://gc36.org/es/) a efectos de escuchar la voluntad del Señor y deliberar el rumbo de la Compañía para los próximos años. Y el trabajo va rindiendo frutos. Ya tenemos un nuevo Superior General, el P. Arturo Sosa SJ de la provincia de Venezuela, sucesor de nuestro fundador Ignacio de Loyola. Por primera vez en su historia, la Compañía de Jesús tiene un superior general que no es europeo, lo que nos llena de esperanza y ánimos para seguir trabajando y colaborando por el servicio de la fe y la promoción de la justicia.

Ahora, ¿qué es aquello que nos vincula a jesuitas y colaboradores de espiritualidad ignaciana, a hombres y mujeres de diferentes regiones y culturas a atrevernos a soñar con un mundo mejor? ¿De dónde viene esa pasión por vincular la fe y la justicia que brota del Evangelio? Ciertamente, jesuitas y laicos de espiritualidad ignaciana bebemos de una historia, de una tradición que nos invita a mirar al mundo con los ojos de Dios, a reconocer la acción del Espíritu de Dios en la historia y en el actuar concreto de nuestras vidas, a querer salvar antes que condenar; en fin, a anunciar la buena noticia de un Dios Amor que buscando la justicia y la misericordia nos anima a en todo amar y servir. Es a esta tradición a la que me atrevo a llamar “mística”, término sobre el que me explayaré en los siguientes párrafos.

Tradicionalmente, se ha considerado al místico como aquella persona especial, elevada en asuntos del espíritu y escogida por Dios para tener una especial y peculiar relación con él, relación a la cual solo unos pocos iluminados tienen acceso. En esta mirada, el místico es alguien que está de alguna manera fuera de este mundo, mientras que las otras personas que profesan la misma fe no tienen ese acceso especial a la divinidad, sino que practican y viven su fe en el ámbito cotidiano de las prácticas religiosas. En este modelo, la religión está para las masas, vivida a través de ritos, cultos y prácticas piadosas; mientras que el místico se sitúa en las afueras, en la periferia, casi inalcanzable, tan santo y tan puro que no se entromete en la vida y cotidianidad de sus contemporáneos. El místico reza, adora, contempla y vive en su relación única con Dios y solo Dios. El resto va a “cumplir los preceptos” en los cultos y trata de vivir lo mejor que pueda la fe que profesa.

Aquí nos desviaremos de esta concepción tradicional de mística y adoptaremos una en la cual se la sitúa en el corazón mismo de la vida y de la fe; no en la periferia, sino en el mismo centro desde donde irradia y comunica el bien recibido y mueve a otros a hacer lo mismo. Siguiendo a Bergson (1990), distinguiremos entre religión estática y dinámica. Religión estática es aquella donde los miembros de una comunidad hacen uso de su imaginería y función fabuladora a fin de suplir una serie de miedos y por ello crean una serie de historias ideo-motrices que tienen como función generar cierta unidad y vinculación del individuo con su comunidad en una defensa ante la incertidumbre, la muerte y otros temores humanos. Sus ritos y demás manifestaciones son unificadores y otorgan un sentido de vinculación a una comunidad en particular, mas no provienen de una relación personal con un Dios creador y generador de vida. Por otro lado, la religión dinámica es aquella en la que la sociedad como un todo se concibe como parte de una acción creadora de amor por parte de Dios, en la que los miembros de la religión se convierten ellos mismos en portadores de ese movimiento creador impulsado por el mismo Dios. Es una religión de acción que se deja influir por una fuerza creadora y cuyo carácter deja de ser local y perteneciente a una sola comunidad para devenir en universal. Esta sería la verdadera religión para Bergson, y a esta la identifica como verdadera mística. Será por medio del místico que ocurra la transición de una religión estática a una dinámica, puesto que en el místico (o la mística) se da este contacto humano y profético con el principio de la vida misma. Por ello es importante recordar la naturaleza mística de la auténtica religión, dirá Bergson, cuyo proceder no puede ser desligado de Dios ni de su acción creadora, la cual se extiende por medio de las personas, especialmente de aquellos místicos que no solo contemplan la divinidad sino que se hacen parte de su acción, poniendo a disposición su propia vida y voluntad.

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta. (Ignacio de Loyola, EE)

¿Fue Ignacio de Loyola un místico? De serlo, ¿qué tipo de misticismo es el que practicó? La respuesta a ambas preguntas tendrá que aludir a la vida y obras de este ilustre personaje del catolicismo de inicios de la Modernidad. Su propia vida será un proceso continuo de conversión e integración, un movimiento constante hacia una búsqueda de la voluntad y gloria de Dios, tal como nos lo relata en su Autobiografía. En ella, Ignacio narra cómo se fue dando este peregrinar, pasando de un periodo primero de penitencia extrema para luego adquirir una conciencia gradual de un llamado hacia el servicio a los demás. En un inicio, tenemos en Ignacio a un hombre de su época, que siguiendo el paradigma de ser un caballero buscaba defender a su rey y su dama y conseguir con ello el honor y la gloria. Su experiencia inicial de conversión lo llevaría a cambiar de ideal y de señor, de sentirse llamado por un Rey Temporal a uno Eternal, como lo manifiesta en una de las meditaciones de sus Ejercicios Espirituales.  Mas este no fue un cambio repentino, sino gradual. En un primer momento deseó imitar a los santos e ir a evangelizar a Jerusalén, aunque este celo seguía influenciado por el afán de lograr grandes hazañas. Sería recién en Manresa donde empieza a integrar y ahondar en sus experiencias místicas y comprender el lazo entre la gloria de Dios, el servicio de Dios y la ayuda a los demás. Es aquí donde une el deseo de salvación personal con el de ayudar a las almas, deseos que nunca más se separarían: “El fin de esta Compañía es no solamente atender a la salvación y perfección de las ánimas propias con la gracia divina, mas con la misma intensamente procurar de ayudar a la salvación y perfección de las de los prójimos” (Constituciones, Examen General, nº 2).

Un hecho que suele atribuirse a los místicos es la presencia de grandes señales o iluminaciones y signos de lo sobrenatural, lo que no estuvo ausente en la vida de Ignacio.  En su Diario Espiritual, encontramos con mucho detalle relatos de contemplaciones de la Trinidad, de la presencia divina en la Eucaristía y otro tipo de señales físicas y corporales tales como lágrimas, llanto incontrolable y la denominada loquela. También en su Autobiografía, Ignacio intenta relatar diferentes visiones de la Trinidad, la creación, la Eucaristía, la humanidad de Jesús, imágenes de la Virgen, la gran ilustración en el Cardoner y la visión en La Storta. No obstante, no son estas visiones lo fundamental en el camino de fe de Ignacio ni lo que hacen de él un místico relevante para nuestros tiempos.

El misticismo de Ignacio se da en el vínculo que une estas experiencias de cercanía íntima con Dios con el llamado apostólico a servir a los demás. Así, su visión en La Storta lo que hace es confirmarlo en el sentimiento de que estaba en misión, enviado de la misma manera como Jesús lo estuvo. En Ignacio se da claramente la ilustración de la religión dinámica señalada por Bergson, en la que el itinerario místico va unido a la acción. La mística ignaciana no es pasiva ni teórica, sino que es una donde los movimientos interiores del espíritu están directamente vinculados a una misión que es asignada por Dios al ser humano. El gran aporte de Ignacio de Loyola es el reconocimiento de estos movimientos del espíritu y el vínculo a un llamado por parte de Dios que ha de traducirse en misión: la alabanza a Dios y el servicio a los demás. Nos dice así en el Principio y Fundamento de sus Ejercicios Espirituales: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado”.

En este sentido, la experiencia mística de Ignacio de Loyola fue una teofanía que traía consigo una misión que continuamente lo instruía por medio de una diversidad de experiencias afectivas y espirituales. Estos movimientos interiores del espíritu tendrán que ser a su vez evaluados vía un método: el del discernimiento, de manera que se pueda determinar con mayor claridad cuál es la voluntad divina y la manera de seguirla. Es por ello que toda experiencia puramente espiritual será un medio, un instrumento que motivará y sostendrá la misión, mas no un fin en sí misma. Así, en Ignacio de Loyola, contemplación y acción, oración y apostolado, amor a Dios y servicio a los demás devienen en una mística encarnada en el mundo y en la historia.

Esta  es la propuesta y modo de vivir la fe de Ignacio de Loyola, hombre del S. XVI que sigue inspirando a hombres y mujeres de hoy a conocer internamente a Jesús para más amarle y seguirle en su sueño de acoger el Reino de Dios entre nosotros. No es pues un místico con una propuesta de fe inalcanzable y exclusiva para un grupo selecto de elegidos. Es una propuesta de vida que se trasmite a otros, de generación en generación y que no tiene otro objetivo que el del amor y la mayor gloria de Dios. Como todo místico, Ignacio quería que otros experimentaran lo mismo que él por medio de una experiencia íntima con Dios y con ello movilizar los deseos de Dios hacia el mundo: el Reino. Esto nos sigue moviendo hoy, a jesuitas y colaboradores, quienes agradecidos por tanto bien recibido repetimos juntos con Ignacio: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta”.

Referencias:

1. BERGSON, Henri. Las dos fuentes de la moral y de la religión. México D.F.: Porrua, 1990. 185 p.
2. LOYOLA, Ignacio. Obras Completas. Madrid: BAC, 1963. 1058 P.

FRANK MAXIMO
Frank Gutierrez Blas, SJ

Estudiante de Teología – Pontificia Universidad Católica de Chile.