Como una cicatriz en la piel, así recordamos muchos peruanos la violencia desatada el 5 de junio de 2009 en el nor-oriente del país. El “baguazo”, que enfrentó a policías e indígenas en una batalla campal, tuvo como resultado la increíble cifra de 34 muertos. Nunca en la historia republicana una intervención policial había desatado tal violencia.

En aquel momento hubo una gran confusión sobre los factores que produjeron el enfrentamiento. Hoy la historia nos dice que el punto central del conflicto fue la resistencia indígena a dos decretos supremos que modificaron el proceso de las comunidades para tomar decisiones sobre sus tierras. Estos decretos debilitaban la búsqueda de consenso entre los miembros de las comunidades con el objetivo de hacerlas más vulnerables a propuestas externas, es decir, a los proyectos mineros trazados desde el gobierno. Reivindicando su justo derecho a ser consultados, las comunidades indígenas exigieron la derogatoria de los decretos. El congreso y el ejecutivo se hicieron de la vista gorda, antes comenzaron a hostigar a los dirigentes indígenas, y entonces se desató la violencia.

La dirigencia indígena y sus asesores fueron negligentes al no medir el alcance de sus métodos para incitar las protestas. Allí donde no hay un deslinde claro con la violencia, no podemos poner la confianza. La violencia apasiona, se autojustifica fácilmente, pero es falsa y estéril. Dicho esto creo que hoy una lectura inteligente de lo ocurrido no solo estaría de acuerdo con el derecho constitucional de los publos indígenas a ser consultados sobre el destino de sus tierras. El propio informe “en minoría” del Congreso presentado por el congresista Lombardi se ateve a decir algo más. Que el baguazo debe ser introducido en la larga historia que el Estado tiene con la selva y con las poblaciones nativas: una historia de exclusión, explotación y olvido. Es en este contexto que los decretos supremos debían ser leídos, como la reafirmación de un Estado que quiere seguir viviendo prescindiendo de los derechos de sus poblaciones más marginales, más “otras”.

Las imágenes de los policías acribillados en Bagua conmovieron produndamente, como las de los indígenas reprimidos con armas de fuego cuando muchos de ellos solo tenían lanzas y piedras. Todos ellos víctimas, todos ellos piezas de un juego que en realidad se jugaba en otra cancha. La responsabilidad política, si no es en algún caso penal, del gobierno, del gabinete, de la nefasta ministra del interior, de la ministra de economía que ilusamente condicionaba el TLC con Estados Unidos a la no derogación de los decretos, todo ello debe por lo menos recordarse. Es lo mínimo de lo mínimo.

Hoy los tristemente célebres decretos están derogados. El Congreso ha aprobado incluso una Ley de Consulta Previa. Pero todo esto a qué precio. Nadie borrará la huella de la violencia en la “curva del diablo”, ni en las familias de las víctimas, ni en nuestra historia. La ignorancia de la complejidad social del país que nuestros gobernantes mostraron -varios de ellos experimentados políticos- y, lo que quizá es peor, su incapacidad para reconocer sus errores, evidencian una discapacidad moral para gobernarnos.

Deyvi Astudillo, S.J.
Estudiante de teología en el Centre Sèvres de Paris

Texto publicado en: www.politicamentecreyente.com

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