La condena de Magaly Medina y las sospechas que pesan sobre Luciana León tienen algo en común. Si, como decía San Agustín, la delectación es lo que orienta la vida, lo que seduce al peruano, con delectación concupiscente, es el chisme. Y lo que nutre el chisme es el escándalo. Tanto más el chisme es escandaloso, tanto más merece la pena que sea comentado. Ocurre una y otra vez que pasamos al lado de los problemas de fondo porque nos entretenemos en saber qué pasó con el chisme que está a la orden del día. El chisme, eso es lo común a estas dos mujeres que ahora aparecen en la escena pública. Pero lo que este chisme puede hacer creer es que Magaly y Luciana son las dos únicas formas de ser mujer en el Perú como si no tuviéramos en nuestro entorno otras modelos. Con todo, no puede negarse que estas dos mujeres han irrumpido en la escena pública como fruto de un “empoderamiento” que habría que mirar con calma porque detrás del ruido hay un paradigma periodístico y un paradigma político. Desde ámbitos diferentes, ellas forman parte de la escena pública.
La escena pública es siempre más peligrosa que la privada porque el escenario muestra incoherencias y deficiencias que el individuo no ha hecho necesariamente consciente. Magaly y Luciana se encuentran en una encrucijada: tanto la una como la otra temen perder credibilidad frente a la escena pública. Ambas se defienden con la “verdad” en la mano: el futbolista estuvo en el lugar en el que Magaly dice que sus “chacales” lo vieron; el padre de Luciana pidió a la hija cosas inusitadas a las que ésta no correspondió. ¿Qué conclusión podemos sacar quienes de algún modo formamos parte de la opinión pública? Luciana no ha merecido el apoyo popular que ha merecido Magaly. ¿Qué significa esto? ¿Que Magaly es inocente? ¿Que Luciana es culpable? ¿Podría la opinión pública ser más ilustrada, más formada?
A mi manera de ver, las historias de Magaly y Luciana nos pueden hacer entender algo de nuestro tejido social. Schopenhauer dice que la víctima y el verdugo son una y la misma persona. La victima se equivoca porque cree no participar de la culpa. El verdugo se equivoca porque cree no participar de la pena. Sentencia áspera, pero que puede decirnos cruelmente la verdad que tenemos que enfrentar. En la controversia entre Magaly y el futbolista, tomar partido por una o por el otro es irrelevante desde la posición en la que me encuentro porque parto del presupuesto de que todos podemos equivocarnos. El problema no es equivocarse. El problema es rechazar este presupuesto básico . En este sentido, lo que sí me parece claro es que Magaly es la víctima. No estoy manifestándome sobre su condición judicial – que debe seguir su curso –, sino social. Sin embargo, Magaly no es la víctima del futbolista, ni del poder judicial sino del pueblo – dentro del cual, por supuesto me incluyo. René Girard nos ha dicho que toda organización social busca “chivos expiatorios” para subsistir y para tranquilizarse a sí misma. Toda sociedad necesita sacrificar a estos “chivos expiatorios” para asegurarse de que esta sociedad no se dañará a sí misma. Magaly, a pesar de ella, ha sido la víctima elegida por quienes la celebran acríticamente. Esto explica, a mi manera de ver, porqué quienes la sacrifican, sienten pena, desolación y dolor. El verdugo participa también del castigo. ¿No hubiera sido deseable que hubiera instancias civiles intermedias que velaran sobre la libertad de expresión?
El rol que lo social ha cumplido con Luciana es menos claro. Repentinamente aparece inmiscuida en una historia truculenta. En su caso, la opinión pública se convierte en el escenario en que ella despliega una serie de verdades que ya no sabemos en qué dirección van. Luciana apela a la opinión pública esperando que ella le de su apoyo, mientras ésta se pregunta si realmente las cosas ocurrieron así. Es muy difícil saber si la opinión pública, siempre diletante, llegará a persuadirse. Diga lo que diga, ya fue absuelta o ya fue condenada. Su caso me recuerda la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel. Es difícil saber cuál de estos roles cumple quien aparece en los medios como usada y con la potestad de usar. El amo se confunde con el esclavo. ¿No sería deseable que las organizaciones partidarias imaginaran mecanismos de control legales para ayudarse a construir no sólo una imagen, sino el bien? ¿Qué lección podemos extraer de estas dos historias quienes parecemos estar sentados en la tribuna viendo el espectáculo?
No pretendo estigmatizar a Magaly o a Luciana. Los procesos siguen su curso, pero podemos aprender o recordar algo sobre el ser humano y sobre nuestro tejido social. Para Pascal, el hombre se encuentra entre Dios y la bestia, entre la gracia y el pecado y, si una verdad del cristianismo es notable, es la consciencia del lugar intermedio que ocupa el ser humano. De allí que le haga falta la gracia de Jesucristo para ponerse en movimiento. Eso no es, sin embargo, el pretexto para no procurar hacer el bien como si éste no dependiera de nosotros. Todo lo contrario. El bien es lo que más y mejor resiste a todos los desmentidos que hace la historia del hombre. Mientras el ser humano no sea lo suficientemente generoso – lo cual significaría que es habitado por el bien – debemos contentarnos con repetir una condición necesaria para hacerlo acercarse lo más posible al bien. Esta condición es expresada por la regla de oro evangélica: “Y como quieren que hagan los hombres con ustedes, así también hagan ustedes con ellos” (Lc. 6,31). Que la regla sea de oro, significa que es primera y es universal. Si sé que quien tengo enfrente se quiere lo suficiente, sé también que querrá mi bien. En este sentido, esta regla suscita un clima de confianza como soporte de nuestras relaciones de todo tipo. Pero esa confianza la hemos perdido.
En el Perú confiamos poco en nuestro tejido social y, en consecuencia, en nuestras instituciones. Si éstas llegaran a decidir algo contrario a lo que deseamos, pretendemos que esa “decisión errónea” se constituya en prueba de nuestra falta de confianza: “ya ves, estaban coludidos” o “cuanto habrá pagado”. Esta manera de pensar es viciosa; sólo refleja nuestra falta de confianza generalizada como telón de fondo de nuestra vida pública. Si tuviéramos la certidumbre de que quien está frente a mí, no pretende engañarme ni aprovecharse, probablemente las cosas serían diferentes. Pero qué acostumbrados estamos a esto. ¿No será tiempo de preguntarnos si acaso no hacemos exactamente lo mismo que criticamos?
Creo que la lección que deberíamos sacar es ésta:
1. Menos apariencia y más verdad. Mientras nuestro tejido social sea sólo escenario cuasi teatral, seguiremos dando crédito a todo lo que aparece. Más bien, la única verdad está en la confianza de sentir que quien está frente a mí, quiere mi bien. Tenemos delante pues la serísima tarea de rehacer los nudos de nuestro tejido social. Hay que comenzar con una regla.
2. Más caridad y menos egoísmo. Me parece que no se pueden resolver estos problemas sin diálogo de por medio. Estas historias que nos apenan, por razones diferentes, deberían suscitar el diálogo y el debate. Pero por lo pronto, qué deseable sería que pudiéramos llegar a mínimos, que en realidad son de suyo ya enormes: haz al otro lo que esperas que hagan contigo. Deberíamos romper nuestro mal hábito de esperar poco del otro, de esperar que me engañe, que me violente. La regla de oro pone la iniciativa en cada uno de nosotros no porque ella reafirme nuestro egoísmo e interés, sino porque el amor por el bien comienza y ha comenzado con nuestra historia. “Haz” significa querer el bien aun recibiendo poco o nada.
Rafael Fernández Hart, S.J. (Lima). Filósofo. Candidato al doctorado en Filosofía en el Centro Sèvres de Paris.
Jesuitas Televisión Luciana Magaly
Excelente análisis, señor Fernández. En efecto, todo el mundo que ahora sigue aparentemente apoyando a Magaly es a la vez el público que la ha llevado adonde está ahora. La pregunta es: y si no se la “sacrifica”? y si sale airosa? no tendremos entonces ahora la elaboración de un nuevo “paradigma” más monstruoso aun? Si los chivos expiatorios calman las masas -y me incluyo en ellas- este supuesto “martirio” que está pasando esta señora, no colaborará para que su estilo y forma de actuar llegue a ser “elevada” a los altares de la denigrada moral que estamos viviendo?
Y cómo hacemos para salir de este modo de ser tan peruano diga usted? cree que será fácil o lo contrario, como suele suceder todos olvidarán el problema de la señorita León, por ser quien es. Y acaso no es responsabilidad de los canales de televisión? Yo estoy muy contenta que al menos ahora de alguna manera una parte de la sociedad (la ley) reaccione poniendole límites a esas dos señoras.
Bien dificil que la gente de buenas a primeras entienda lo que es hacer la caridad. Por mi parte al menos espero que la gente aprenda a saber qué es la ley. Usted cree que en el perú podemos pasar defrente al Evangelio o es que estamos aun en una cultura que necesita que se nos imponga la ley? No resultaría mejor para todos que se pusieran leyes claras para evitar personajes tan tristes como Magaly? No le parece al menos un avance que ahora la gente se de cuenta de que lo que hace gente como León y compañía es algo que no se puede hacer? Yo recuerdo que cuando era mucho más joven los límites en el perú uno los sabía, y aunque la corrupción siempre existió (si no revise todo lo que hacían las oligarquías que felizmente ya desparecieron) la gente medianamente educada sabíamos que eso no era lo que debía hacerse. Ahora después del desorden en que vivimos dese Velasco y Fujimori, ya los jóvenes no tienen idea de lo que es la ley. Por eso, bien hecho que las pongan en la cárcel a esas dos personas. Chivo expiatorio, o pagando pato, pero creo que no hay otra forma.
Agradezco sus comentarios porque me permiten explicarme. No he pretendido hacer apología del crimen ni del abuso. He intentado describir un fenómeno que se repite entre nosotros. No sé si el problema sea la ley (Giannina) o la falta de leyes claras (Sr. Requena). Hay leyes y son claras, por eso Magaly Medina está en la cárcel y Luciana corre el riesgo de perder más que su credibilidad. Mi reflexión intenta mostrar que nuestras relaciones interpersonales están deterioradas porque no hay respeto, porque nos burlamos del otro, porque abusamos del poder, porque creemos que el semáforo es para todos excepto para mí. Y, aunque no recuerdo haber hablado de caridad, sí, de eso trataba de hablar, de la caridad, del respeto, de la responsabilidad. No voy a negar que no se puede deducir la justicia o la ley a partir de la caridad, pero ¿qué ganaríamos imponiendo la ley si el problema es que las personas están tan dañadas en sus relaciones interpersonales que sólo son capaces de buscar su propia gratificación? Me reclaman, ¿cómo hacemos para salir de este modo de ser tan peruano, diga usted? Y también me preguntan, ¿usted cree que en el Perú podemos pasar de frente al Evangelio o es que estamos aun en una cultura que necesita que se nos imponga la ley? En ambos casos, concedo. Sus preguntas son una invitación a aterrizar y no lo he hecho. Lo que digo parece iluso, pero si hay algo que interesa al peruano frente a estos escándalos y a este mal hábito de destrozar al otro con el chisme, es no hacer aquello que criticamos. ¿Cómo? No creo que se trata de saltar automáticamente al ámbito político, es decir al ámbito de las leyes. El problema es que el peruano no acepta la ley, la ve en términos de rivalidad y de confrontación, de allí que intente buscar un camino diferente para llegar a lo mismo que todos queremos: una sociedad humanizada. El Evangelio que también es ley, enseña primero la bondad básica desde donde se deberían poder rehacer nuestras relaciones. ¿De qué sirve decir y repetir: “bien hecho que esté en la cárcel” o “que la manden a la cárcel” si no aprendemos la lección? Gracias a los medios de comunicación tenemos una conciencia que no teníamos antes, pero ¿cuál es la lección?
Rafael Fernández Hart