Por Carlos Alomía, SJ
Todavía extraño las palabras de Julián Longinote, catequista de la comunidad de Hapaime Escuela ubicada a la rivera del río Nieva, quien me acogió unos días en su casa junto a otro compañero jesuita: “Aquí he vivido toda mi vida, tengo doce hijos y todos fueron criados en este lugar. Mi vida y la de mis hijos no pudieron ser de otra manera”. La familia es un regalo que alimenta, recrea y devuelve la vida cada día. Es un palpitar constante que enriquece y embellece más la naturaleza y riqueza de aquella comunidad. Luego de vivir seis días en esta agradable comunidad me sentí parte y miembro de la familia que me acogió.

Como parte de las actividades del ECSEJ (Encuentro Cono Sur de Estudiantes Jesuitas) viajé en plena lluvia junto con Lucas, un compañero jesuita de Brasil, en Chalupa por el río Nieva, también llamado por los nativos Numpátkaim. Partimos desde Tunantsa (La tuna o catarata), un centro de espiritualidad ignaciana en medio de la naturaleza, hacia la comunidad aguaruna de Hapaime Escuela, ubicada a una hora y media por río desde Santa María de Nieva, en el departamento de Amazonas.

Llegué con miedo, mojado, pero con mucha ilusión. Nos recibió Julián, luego nos ofreció asiento y su espora Mercedes un poco de masato. Al poco rato de conversar nos dijo que no esperaba nuestra llegada, pero que con gusto nos acogería en su casa. Habían dos camas que funcionaban como depósito, pero inmediatamente las desocuparon para nosotros. Luego de instalados, almorzamos sopa de chonta con yuca y plátano cocido. Por la tarde, fuimos a presentarnos al Apu (jefe) de la comunidad para avisarle que habíamos llegado con la misión de compartir con la comunidad, tener un espacio de juegos y charlas con los niños y jóvenes, y celebrar una liturgia el ultimo día. Con su venia regresamos a casa, cenamos yucas con aguaje y dormimos muy temprano.Lo siguientes días pasó de todo, me enfermé del estómago, los mosquitos me dieron la bienvenida con mucho fervor, no pude dormir por el calor, etc. Pero los milagros fueron más y no dejaron de suceder. Junto a Lucas ayudamos a Julián a terminar de completar las paredes de su casa con madera del lugar, jugamos vóley, nos bañamos en el río, comimos mucho pescado, yuca y aguaje. Al tercer día llegaron dos hijas de Julián junto a sus hijitos pequeños y la casa se llenó, pero hubo lugar, espacio y comida para todos. Cada quién desempeñaba un rol, las mujeres iban al campo a cosechar yuca y luego cocinar, los niños ayudaban a la mamá en la cocina y lavaban los servicios, los varones, ayudaban a terminar las paredes de la casa; nosotros nos integramos y colaboramos en todas estas actividades. El buen vivir (Tajimat pujut) es justamente la certeza y alegría de que todos contribuyen a que la vida encuentre su valor en la cooperación, la sabiduría, experiencia y virtudes que cada quién desarrolla para darle vida a lo que ellos llaman en aguaruna patajin (la familia).
La familia es pues un pilar fundamental para la construcción de la comunidad. Y haber compartido estos días con una familia concreta me confirmó que la vida es más sencilla de lo que podemos, a veces, creer, y que es posible vivir con poco y sin esperar nada.  No hay tiempo que corte las ganas de bailar y cantar al son de la naturaleza que nunca para de sonar al ritmo de su propia filosofía. Finalmente, al partir, luego de acabar con una oración a Ajutap (Dios) en casa de Julián, Gisenia, su hija, me dijo: “ustedes se ganaron el corazón de mi familia, nadie había hecho algo así”. Sus palabras me conmovieron y con un corazón agradecido pude confirmar que Mina patajin (mi familia) Longinote Antún fue una gracia y un regalo de Ajutap que jamás olvidaré.

Carlos Alomía Kollegger, SJ
Estudiante de Filosofía – Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
Acompañante – Comunidades Iñigo.