A los pies de la cruz

9 junio 2020

Por Carlos Morales, SJ | Aprox. 4 min. de lectura.

Son aproximadamente las dos de la mañana y mi celular institucional comienza a sonar. Es un mensaje de WhatsApp: “amigo, cómo le va, soy madre soltera, venezolana, mis hijos no tienen qué comer y lloran de hambre. Por favor, se lo ruego, me dijeron que ustedes nos podían ayudar. Por favor, amigo, estoy desesperada”. Un mensaje más que se suma a las setecientas cincuenta y tres notificaciones que luego del último mensaje presidencial, han llegado a mi celular. Les soy sincero, a veces me siento tentado a no responder, la realidad simplemente me desborda, pero mi “deber ser” es más fuerte que yo y comienzo la jornada. Entonces, pienso que lo hago más por mí que por ellos; que simplemente no quiero sumarle a mi conciencia la carga pesada de ser incoherente o de no estar siendo un “buen jesuita”, sencillamente me gana el “qué dirán”.

Quienes me conocen saben de mi entusiasmo por Jesús y de mi deseo de sumarme a la construcción de su Reino. Por eso, hasta ahora, ante cualquier situación adversa, personal o ajena, había podido aferrarme a su presencia, trabajando silenciosamente en lo cotidiano de los días. Me bastaba solo con descubrir su actuación discreta, transformando las cosas desde abajo, para sortear los obstáculos y seguir adelante con la vida. Pero, ahora, trabajando con migrantes en el contexto de la pandemia, por más que buscaba a Dios no lo encontraba. Su presencia se había desvanecido entre llantos y súplicas de ayuda que salían del teléfono: niños con hambre, familias en la calle, desahuciados sin medicinas y embarazadas dejadas a su suerte. Todo menos un ápice de esperanza.

En El Agustino, distrito en el que vivo, las cosas tampoco son diferentes. A diario, recibimos llamadas de amigos que, por culpa del virus, han perdido a sus seres queridos; nos llegan noticias de familias enteras que están infectadas y otras que no cuentan con recursos suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Nuestras Eucaristías diarias se han convertido en misas de salud y de difuntos. Aquí también me parecía que Dios se había escondido, ya que por más que buscaba, no encontraba ningún signo de esperanza al cual aferrarme.

Hasta que un día, el mayor de nosotros, un sacerdote de ochenta años, nos propuso subir al techo y animar a los vecinos a tener un rato de oración desde sus ventanas. Debo reconocer que, pese a que apoyé la propuesta, en el fondo pensaba que haríamos el ridículo. Pusimos un cartel en la fachada anunciando la hora, y a las cuatro de la tarde subimos los seis al tercer piso. De pronto, la gente comenzó a asomarse; familias enteras se agolparon a sus ventanas para pedir por sus parientes enfermos o fallecidos. Conmovido, fui testigo de cómo descolgaban pequeños carteles con los nombres de sus seres queridos, y de cómo la familia de un difunto, al que velaban en silencio, salió en pleno de su casa para gritarnos el nombre de su pariente fallecido. Aquel, no fue, precisamente un acontecimiento feliz, sin embargo, me ayudó a culminar mi búsqueda.

Aquella tarde descubrí que Dios guardaba silencio porque estaba otra vez clavado en la cruz, y en su grito de muerte estaba contenido el grito agonizante de toda la humanidad. Su descalabro había llegado hasta mí en la súplica descontrolada de una madre venezolana y en el llanto contenido de una familia infectada, pero también podía percibirse en el desconcierto de los miles de desempleados, y en la impotencia de los médicos por no lograr salvar más vidas. Incluso yo me vi reflejado en su desgracia; me observé impotente, sentado en el escritorio, registrando historias y estatus migratorios que me sonaban a Cristo gritando su abandono. Sin embargo, él había estado más presente que nunca, solo que yo, centrado en mi propia aflicción, no me había dado cuenta.

Tal vez el lugar de los cristianos en medio de la pandemia esté al pie de esa cruz, pues solo así podremos darle sentido a la impotencia y frustración que a veces nos asaltan. Solamente a los pies del crucificado, figura inaccesible a nuestros filtros de pantalla, aprenderemos el valor de simplemente “estar”, de acompañar, de vivir sin la exigencia de exhibir logros, hacer méritos y persistir en competencias. Permanecer a los pies de los crucificados de la pandemia significará, entonces, tomar conciencia de nuestra propia limitación; fragilidad que, a fin de cuentas, conducirá a la humanidad a concebirse por primera vez desde la vida que se desgarra en esa misma cruz, es decir, desde el mundo desgarrado de los pobres y excluidos.

Queda entonces el desafío de discernir en nuestros grupos y comunidades la manera concreta de permanecer hoy a los pies de los Cristos crucificados de la pandemia.

 


Carlos Enrique Morales Portocarrero, SJ

Maestrillo en Encuentros – Servicio Jesuita de la Solidaridad
Centro de Apoyo para Refugiados y Migrantes (CAREMI) – San Juan de Lurigancho

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