La sorprendente y creativa presencia de Dios en el dolor
Por Marco Antonio Amat, SJ | Aprox. 3 min. de lectura.
La pandemia generada por el COVID-19 ha evidenciado múltiples crisis en Latinoamérica, es lamentable darse cuenta de la frágil condición económica, social, política y ecológica en la que se encontraba bajo el disfraz del progreso neoliberal. En las comunidades de Monte Sinaí, en el noroeste de la ciudad de Guayaquil, hay un notable empeoramiento de la desigualdad en cuanto a atención médica y participación laboral, sobre todo para los jóvenes y las mujeres. La situación política es nefasta, ha fracasado el rol del Estado como garante de derechos y los movimientos políticos solo interesados en sacar ventaja de la situación de vulnerabilidad social.
La gran mayoría de la población está aislada, intentando luchar por la vida, manteniendo los vínculos afectivos y relaciones de manera virtual. Pero el precio es alto ya que se ha impregnado el temor a morir inesperadamente, cuesta mucho confiar en la presencia del otro pues el virus nos ha vuelto sospechosos. Según los expertos aún falta padecer los verdaderos efectos del cambio climático y el resquebrajamiento sanitario, social, cultural, económico y político de la sociedad del COVID-19.
Esta pesadilla me ha obligado volver el rostro en tierra y pedir por el fin de la pandemia. Recordar que en medio de estas tribulaciones Dios está y sufre con nosotros los estragos de esta crisis sanitaria. Las personas creyentes y de buena voluntad −que viven y trabajan en Monte Sinaí− me ayudaron a darle rostro a la misericordia de Dios. Encontré que la mejor ayuda es la que nos acerca unos a otros permitiéndonos mirar más allá del dolor, la angustia y el sufrimiento evidente. El mayor regalo es la compasión que brota al ver a otro ser humano solo y desamparado por la compleja realidad.
Recuerdo, con nostalgia, la frese insignia de P. Pedro Arrupe, S.J., “no me resigno a que, cuando yo muera, siga el mundo como si no hubiese existido”. Duele y frustra sentirse impotente e incapaz de hacer algo a la altura de la crisis. Simplemente hice silencio y alcé la mirada para encontrarme con la realidad oculta del ser humano a pie que lucha por un día más de vida. Así encontré lo valioso y lo sagrado de cada historia que se teje entre las decisiones humanas y la misericordia de Dios. Escuchar con mucha atención, consolar a los corazones vacilantes y tratar de acariciar el alma fue la labor que desempeñé en Hogar de Cristo en el noroeste de la ciudad de Guayaquil. Cada vida, por más insignificante que parezca, fue un testimonio por parte de las personas vulnerables pero valientes, quienes luchan por vivir y cuidar de los que aman. Aún me resuena la frase: “no es opción quedarse en casa, hay que salir a buscar el pan de cada día”.
El mes que pasé en medio de la urgencia y la precariedad de lo fundamental para la vida fueron días que me enseñaron −incluso con mayor profundidad que en la academia− a encontrar a Dios que se desvive y trabaja con pasión para ayudar al ser humano abatido por la tempestad de la pandemia. Cada vez más me sorprende la presencia de Dios que tiene infinitas maneras de encontrarnos y sorprendernos para darnos vida que no tiene fin.
Con los colaboradores ignacianos de Hogar de Cristo iniciamos la preparación para el año ignaciano por medio de pequeños encuentros donde cada uno pudo compartir lo que lleva: su historia de vida, motivos y razones de estar en la institución, vivencias satisfactorias, reconocimiento de transformaciones personales. Lo relevante de estos espacios fue la acogida de los compañeros de los miedos, inseguridades, heridas que cada uno llevaba y que con temor y temblor pudieron compartirlas.
El encuentro desde el lado humano e íntimo de cada persona fue muy valioso y valorado pues acogieron con agrado la invitación de hacer un pare en el camino y preguntarse ¿cómo estoy vitalmente? Por la gracia de Dios surgió la propia verdad: lo hermoso de lo humano está acompañado de fragilidades, incertidumbres, inseguridades. Esta es nuestra condición de seres frágiles que no tenemos la vida asegurada.
Si bien el COVID-19 representa sufrimiento, dolor, muerte, ellos reconocieron que Dios siempre está sosteniendo y acogiendo desde su presencia amorosa que se ha evidenciado con mayor claridad. Considero que el gran aprendizaje es asumir el miedo y la angustia de la propia vulnerabilidad para salir al encuentro de los hermanos. Volver a encontrarnos para dialogar sobre el paso de Dios en la vida, los desafíos de las luchas diarias y las pequeñas victorias aportan desde el amor a la fe y la confianza para seguir guerreando contra la crisis.
Marco Antonio Amat, SJ
Estudiante de Teología
Pontificia Universidad Católica de Chile
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